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"Lentitud", escribe Martín Ponce de León

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Me tocó dar una mano en la cocina. Mi tarea consistía en ir adelantando la tarea hasta que llegasen los verdaderos cocineros.

Él se ofreció para darme una mano.

Se paró a una prudente distancia de donde me encontraba pelando las verduras que habríamos de utilizar para un tuco que acompañaría a unos fideos.

Desde allí me miraba en silencio.

Un buen rato de estar mirando me pregunta. “¿Usted va a usar la máquina?”

“La máquina” a la que hace referencia es una procesadora que siempre utilizamos para picar las verduras utilizadas.

Luego de mi respuesta afirmativa, con gran parsimonia, se dirigió hacia el armario donde se encuentra “la máquina” y bajándola la deposito sobre una mesa.

Allí volvió a ponerse a una buena distancia de donde me encontraba y me miraba en silencio.

Al cabo de un buen rato me dice “¿Armo la máquina?” Vuelvo a contestarle afirmativamente.

Más que “armar la máquina” todo fue un pausado y solemnísimo ritual.

Cada paso era mirado y comprobado detenidamente. Eran tres piezas y un enchufe pero cada una de ellas le insumió tanto tiempo que bien se podría suponer que el armado requería de el montaje de una serie interminable de piezas.

Una vez que terminó de “armar la máquina” volvió al lugar desde donde me observaba en silencio y allí se quedó quieto.

Pasado un rato me pregunta “¿La va a usar?” “Sí, por supuesto” le respondo.

Había pasado ya tanto tiempo que “la máquina” se me suponía algún extraño androide producto de las películas de ciencia ficción.

Apareció llevando entre sus manos a “la máquina”, que no era otra cosa que la procesadora de siempre salida de la caja de siempre, quedó tieso y mudo mientras sus ojos buscaban algún lugar donde depositarla.

“¿Qué pasa?” le pregunté. “¿Dónde la va a instalar?”

Me vi tentado de responder de mala manera puesto que sus preguntas estaban saturando mi paciencia pero no lo hice sabiendo que, para él, todo es a ese ritmo y estaba actuando movido por la voluntad de dar una mano.

Le indiqué el lugar donde se encuentra el enchufe y que debía colocar “la máquina” cerca del mismo.

Las verduras, ya peladas, flotaban en la pileta colmada de agua. “Empezamos por las cebollas” le digo. Tomaba cada trozo de cebolla y lo sacudía para quitarle la mayor cantidad de agua que le fuese posible. Debí manifestarle que no le hacía nada que la verdura fuese procesada con un algo de agua mientras el que se había puesto a prudente distancia era yo puesto que él, agitando la verdura, mojaba en todas las direcciones.

Procesó pero, cada tanto, se detenía para constatar que no quedase algún trozo de verdura sin pasar por las cuchillas de “la máquina”

Siempre con pasmosa parsimonia.

Siempre con increíble lentitud.

Siempre luego de alguna pregunta obvia.

Siempre sin ningún apuro.

Lo suyo carecía de iniciativa salvo la de dar una mano para ayudar.

Para él buena voluntad y velocidad no van de la mano.

La seguridad no está unida a la iniciativa.

Sus preguntas obvias mostraban su carencia de un elemental sentido común.

Solamente quedaba intacta su buena voluntad por dar una mano.

Obviamente no podía dejar de agradecer su disponibilidad mientras me desesperaba su lentitud.

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