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"La Magdalena", escribe Martín Ponce deLeón

Su forma de ser le había llevado a vivir, desde el encuentro con Jesús, con una sonrisa a flor de piel...

Reflexiones Redacción 220.UY Redacción 220.UY

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Martin Ponce de León 24332 (1)

Me la imagino.............

Los discípulos encerrados en aquel lugar donde se habían reunido luego de la crucifixión de Jesús.

El temor a correr la misma suerte que “el Maestro” les había hecho permanecer reunidos y encerrados.

Ella, a diferencia, había realizado reiteradas visitas al lugar donde había sido sepultado.

Sola o en compañía de otras mujeres.

Sus ojos no podían evitar llenarse de humedad.

Bastaba cualquier momento de soledad para que las lágrimas fluyesen copiosas.

No tenía necesidad de ocultarse.

Todos, quienes le conocían, sabían de su intenso amor por aquel hombre tan especial.

Generalmente estaba entre las primeras filas de los discípulos.

No era lo común pero......... aquel hombre gustaba de optar por lo que no era común.

Siempre estaba eligiendo a las más marginados y, por lo tanto, mantenía una opción por quienes, socialmente, eran tremendamente marginados.

Era una sociedad netamente machista.

Algunos animales llegaban a ser tenidos en mayor consideración que las mujeres.

Vivían para ser sumisas a sus maridos y para atender las necesidades del hogar.

Socialmente no contaban. Jesús les había brindado una consideración especial.

Les trataba como personas, las tenía en cuenta.

Entre aquel grupo creciente de mujeres ella era, notoriamente, la más especial.

Su cuerpo esbelto. Su porte decidido. Su entusiasmo comprometido.

Su forma de ser le había llevado a vivir, desde el encuentro con Jesús, con una sonrisa a flor de piel.

El hecho de estar cerca de aquella persona le había brindado la oportunidad de conocer los colores de la felicidad.

Repentinamente todo se había derrumbado.

Lo que auspiciaba un futuro venturoso se había transformado en un inmenso drama.

Ahora solamente le quedaban los recuerdos y sus lágrimas.

A los recuerdos podía manejarlos puesto que eran un preciado tesoro que cobijaba en su corazón.

A las lágrimas apenas podía contenerlas por más que eran muchas las veces que desbordaban sus ojos a las veces que eran un desgarro interior.

Con las primeras horas del día se llegó hasta el sepulcro.

Algo había cambiado radicalmente.

Los guardias no estaban. La piedra que cubría la cueva había sido removida.

La sensación de pérdida era, ante lo que ve, mucho mayor.

Intenta abrir los ojos en toda su capacidad para ver mejor pero estos, espontáneamente, se le llenan de lágrimas que le impiden ver plenamente.

Ante aquella silenciosa soledad parece hundirse por un deslizadero sin final.

Antes sabía que estaba allí y ahora deberá comenzar una nada sencilla búsqueda para saber dónde le han puesto.

Ahora sí se encuentra sola. Pero alguien aparece junto a ella.

En aquel profundo pozo de silencio en el que se encontraba no había sentido los pasos de aquel desconocido.

¿El hortelano quizás?

¿Podía, él, saber alguna noticia de lo sucedido? ¿Sería ese el comienzo de su búsqueda?

Nuestra realidad de cristianos es, siempre, buscar al resucitado.

Es, constantemente, mantener viva la esperanza.

Es conservar encendida la fe.

Sin despojarnos de nuestra condición humana buscar esperando contra toda esperanza.

Nuestra condición de cristianos es nunca estar “instalados” sino en una permanente búsqueda.

Solamente desde allí podemos ser sus testigos.

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